Tras una buena mesa hay siempre un buen cocinero y al servicio del cocinero debe estar una buena cocina, tanto en espacio físico como en equipamiento y equipo de trabajo. Como veremos a continuación, la Real Cocina de Palacio no era –porque el anaquel siempre bucea en el pasado- ni es una excepción.
Cuatro libros hay en el Anaquel que hablan de la Real Cocina, que hoy vamos a visitar acompañadas de un grupo de amigas protocoleras. De ellos voy a utilizar dos: “Arte de cocina, pastelería, vizcochería (si con “v”) y conservería” de Francisco Martínez Montiño (1763) y “La Cocina de Palacio 1561-1931” de Carmen Simón Palmer (1997).
El espacio de la cocina no está exento de anaqueles
El anaquel en la cocina pasa a ser: balda, repisa, altillo, estante, etc. como queramos denominarlo.
Hablar del aspecto del espacio nos lleva a hablar primero de las cualidades del cocinero (hoy lo llamaríamos chef y sería reverenciado como digno acreedor de varias estrellas Michelín), porque el cocinero se refleja en la cocina. Para Martínez Montiño estas eran: limpieza, gusto y diligencia.
La limpieza, como veremos a lo largo de estos párrafos, no solo era para el cocinero, sino también, y en primer lugar, para el espacio en el que reinaba. Este autor ponía énfasis en que la cocina debía estar “limpia y curiosa”, al igual que los utensilios que en ella habitaban y que eran necesarios para que el cocinero desplegase su arte. Esos enseres debían estar dispuestos en orden, ya sea colgados o en repisas, desde donde alcanzarlos con facilidad y que no estuvieran “rodando por las mesas” pues daría sensación de que el cocinero era descuidado y sucio.
Si cada cosa está en su sitio se optimiza el lugar de trabajo y el cocinero dispone de algo esencial para su saber hacer: espacio. Lo vemos en Master Chef, pero no es un invento reciente ¿verdad?.
¿Cómo debe ser la cocina ideal?
Para Martínez Montiño la cocina ideal debe tener buena luz y, si está dentro de la casa, debe tener el techo abovedado, de forma que sea imposible que desde los pisos superiores llegue suciedad a través del mismo. Lo mejor, para este autor, sería que la cocina estuviera fuera de la casa, aunque pegada a esta, en un cobertizo o similar. Pero la de Palacio era abovedada, con lo que pasaba el control de calidad de este maestro cocinero.
Las paredes blancas. Es requisito sine qua non. En las paredes no se puede tolerar la suciedad, para lo que recomienda que en las mismas: ni se peguen velas ni se cuelguen menudillos de aves de corral –él lo denomina “enxundias de gallina”- ya que producían manchas desagradables y “parece mal”, es decir, producía desagrado a la vista.
La cocina despejada y todo a la vista desde la puerta de entrada facilitaba el trabajo y permitía la supervisión constante del equipo y sus enseres por parte del Cocinero Mayor.
Los enseres y su limpieza
Recomendaba Martínez Montiño tener el espacio de trabajo despejado y siempre limpio, lo que se hacía extensivo a los enseres que se utilizaban en la elaboración del menú. Entre esos enseres destacaba la mesa de trabajo. Una mesa que se requería siempre limpia, para evitar que sobre la misma cayese polvo o incluso telarañas, se colocaba un dosel. Para su limpieza diaria usaban “agua hirviendo y ceniza”, lo que dejaba su superficie blanca y suave al tacto.
Sobre la superficie de esa mesa no se cortaba ni se picaba directamente, para ello se utilizaban tablas de cortar y tajos de madera de distinta procedencia, cuyas virtudes se adaptaban a lo que se hiciese en el momento: no era lo mismo cortar una cebolla que trocear carne. El fin último era no marcar la superficie y que las virutas de madera que soltase la mesa, no se incorporasen al guiso.
Esa cocina ideal tenía un espacio para la ropa de quien allí trabajaba. A la entrada, en una de las paredes, había un percheros, para que cocineros y ayudantes colgasen la ropa de calle (inadecuada para el lugar) que en su caso eran “capas” y “espadas”.
El espacio, tal y como hemos dicho en el párrafo inicial de este apartado, debía estar siempre limpio lo que en aquella época implicaba la retirada de ceniza de los fogones y de basura de la sala. La ceniza se retiraba a diario y a diario se fregaban los fogones; para la basura contaban con un “esportón” que se sacaba de la cocina para que no “huela mal” ni “lleguen moscas”.
Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio
En la cocina cada objeto tenía su sitio, y el hecho de que cada cosa estuviera en él facilitaba la labor de cocineros, ayudantes y todo el que trabajaba en aquel espacio. Era una forma de no malgastar el tiempo buscando, recordemos que el cocinero había de ser “diligente”, si no encontraba lo que necesitaba a la primera, mala diligencia empleaba en su trabajo ¿verdad?.
A lo largo del texto de Martínez Montiño encontramos objetos y lugares en los que es conveniente que estén, veamos algún ejemplo:
- “Los asadores en sus lancetas”.
- “Palos de masa (…) y cucharones (…) en una tabla colgada (…) como la de los boticarios”.
- “Cedacillos y estameñas” en una estantería.
- La velas “en unos saetines hincados en las paredes”.
- El agua tanto para cocinar como para lavar los enseres: “en tinajas (..) con sus cuberteros” o en “cántaras” que se dejaban “en una cantera de palo” con sus “tapaderos”. Tapadas para que no entrase suciedad.
- Herramientas “bien colgadas”.
- Las especias “en sus bolsas o caxas” se ponían “dentro de un cofre, en la cocina”.
- Los trapos de cocina “en un caxoncillo”.
Nunca de fíes de un cocinero desaliñado. Sobre el aspecto del personal de cocina.
Martínez Montiño da unas indicaciones para quienes trabajan a las órdenes de un cocinero e instruye a éstos en la apariencia que deben tener sus subalternos, y así señala que si quien trabaja en la cocina “no fuere muy aficionado –a tenerla– limpia (…) no le tengas en ella, sino despídelo” ya que si no valora la higiene en su trabajo y el lugar donde lo desempeña, no merece la pena regañarle, mejor que se vaya a otro lugar en el que la limpieza no sea tan importante. En la cocina tiene que haber gente “virtuosa, con ganas de aprender” con “buena disposición (…) y que presuman de galanes, que con eso andarán limpios y lo serán en su oficio”.
En la cocina se viste ropa limpia, se lava uno las manos y lleva al hombro un trapo para secarse o limpiarse, según necesidad.
Normas de comportamiento en la cocina
El personal de cocina, come en ella, pero no come mientras está trabajando. Hay unas reglas básicas de comportamiento en la cocina, que nos recuerda Martínez Montiño:
- Mientras se manipula la comida: “no se ha de toser, ni hablar”.
- Mientras se trabaja en la cocina, no se cotillea ni se enfrasca uno en conversaciones o disputas. Se está atento a las instrucciones del Cocinero Mayor.
- Mientras se elabora la comida, no se come. Eso de estar picoteando mientras se cocina no es buena idea, ni para el guiso ni para el que lo prepara.
- Antes de empezar a trabajar, antes de comer y después de comer: hay que lavarse las manos, además de quitarse toda aquella prenda de ropa que pueda impedir la manipulación de los alimentos (puños almidonados y con puntilla, por ejemplo).
El oficio de cocina
Muchos fueron los oficios que desempeñaron su trabajo en la Real Cocina a lo largo de los siglos: cocineros, oficiales, ayudas, pícaros, chulos, galopines, mozos, portadores, aguadores, porteros, carreteros, lavanderas, veedores, entretenidos, pasteleros, bizcocheros, confiteros, inspectores, guardas, etc. un enjambre de personas se movía alrededor de fogones y mesas de preparación. Su denominación hace referencia al oficio que desempeñaban, todos ellos, coordinados por el Cocinero Mayor, trabajando como una orquesta, en favor de una sinfonía compuesta de platos.
El Cocinero Mayor al frente de esa orquesta, era un hombre que conocía bien su oficio y elaboraba cada día “un elevado número de recetas, porque se realizan hasta 18 platos a diario, para que el rey elija el que prefiera”, según palabras de Carmen Simón Palmer en su libro “La Cocina de Palacio 1561-1931”.
Era un oficio bien pagado, como detalla esa misma autora, que requería jurar el cargo ante el Mayordomo Mayor de Palacio y pagar, en impuestos, el equivalente a la mitad de su sueldo anual (el primer año). Además de dinero se le pagan los gajes que llevaba aparejado su oficio, lo que hoy denominaríamos un complemento en especie, que consistía en “dos raciones con pan, vino, carne o pescado” a lo que se añadía “casa de aposento, médico y boticario”. Si además acompañaba a los reyes fuera de Palacio, recibía lo que hoy denominaríamos dietas por desplazamiento, también en especie: “dos panecillos, libra y media de carnero, media azumbre de vino y medio carro para el transporte de su ropa”.
Rodearse de buenos cocineros fue siempre algo que tuvieron en mente nuestros monarcas a lo largo de la Historia. Para quien busca aparentar, el agasajo a sus huéspedes es fundamental porque como señalaba Alonso Núñez de Castro en su libro “Sólo Madrid es Corte”, para dar lustre y magnificencia a la casa no hay nada como el “acompañamiento de Guardas, Criados y Confidentes que sirven a las ceremonias de respeto, con que a fuer de Deidades humanas, deben ser venerados los Príncipes” ya que “ser servido por los mejores es privilegio honroso de lo divino”.
Para el Anaquel ha sido todo un honor compartir estos libros sobre fogones, cocinas y cocineros de un lugar emblemático: la Real Cocina de Palacio.
Fotografías: Itziar de la Serna, María de la Serna, Cristina Allott y María Gómez
Ilustraciones: Capturas de pantalla de Pinterest, Flickr
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