Preparando el tema de esta semana en El Kiosko del Protocolo, sobre aspectos de educación social en desuso, he pensado en “las visitas”. Hace tanto tiempo que no hago una visita a alguien en su casa, una de esas de cumplido, que ya casi ni me acordaba de ellas.
La vida social en la actualidad, con tantas oportunidades para vernos o contactar, parece haber dejado atrás aquellas visitas para las que te vestían de domingo y en la que estaba prohibido: hablar, moverse o aceptar una galleta (doy fe). Ni que decir tiene que ayer les contaba estas cosas a mis ahijados y me miraron como a un bicho raro al que se ve a través de un microscopio. “¿De verdad que hacías eso? ¿Y te tenías que quedar quieta? ¿Y no te dejaban el móvil? ¡Pfff! ¡Qué rollazo!”.
Así que para recordar viejos tiempos no he tenido más remedio que acercarme al Anaquel y buscar algo sobre visitas. Lo he encontrado en un libro de 1899 “En el salón y en el tocador” de Concepción Gimeno de Flaquer. ¡Ay, las visitas! Antaño eran una de las costumbres con más arraigo y requerían de cortesía, tacto y saber estar. Porque las visitas eran el no va más de los actos sociales y, en palabras de la autora, “el lazo que une a la gente”.
He aquí los 8 consejos que da Gimeno de Flaquer para hacer una visita perfecta:
No se deben hacer visitas inesperadas (o el pop in que dirían los modernos)
Una visita inesperada es la que se hace sin motivo aparente y sin estar invitado. De esas tipo: ya que paso por tu puerta, te doy un toque al timbre y paso a verte, sin previo aviso (y mira que hoy tenemos formas de comunicarnos rápidas y baratas, el móvil, por ejemplo). Para la autora una visita inesperada era inoportuna siempre, si se hacía entre conocidos, y casi siempre, si se hacía a familiares y amigos muy íntimos.
Elije bien el horario para hacer una visita
Aconsejaba la autora elegir con mucho cuidado la hora de la visita. Presentarse en una casa “a la hora del almuerzo o la comida, o en los momentos consagrados al trabajo, es molesta para quien la recibe” y denotaba un desconocimiento de las normas de urbanidad en quien la hacía. Consejo perfectamente aplicable hoy en día. Presentarse en casa ajena en la franja horaria en la que pueden estar comiendo es una clara auto invitación a comer o ganas de cotillear sobre qué es lo que se come en esa familia. Además de “cortarle el rollo” a quien está preparando la comida o poniendo la mesa, que se sentirá incómodo con la visita inesperada.
La mejor hora para hacer visitas de cortesía en el XIX era la de después de comer: “jamás se debe visitar a nadie hasta después de la hora del almuerzo”. Yo iría un poco más allá “hasta después de la siesta”, porque reconozco que a las 15:30 yo no soy persona, necesito “descabezar un sueñecito” para reponerme.
Señala la autora que solo “en los pueblos puede tolerarse la costumbre de hacer las visitas por la mañana, por dos razones: porque en ellos se madruga con la aurora y porque … un tratado de urbanidad sería allí difícilmente comprendido” ¡Uyyy lo que ha dicho! Yo soy de pueblo y prefiero las visitas por la mañana, a media mañana, les ofrezco café y charlamos un rato, no voy con el libro de urbanidad debajo del brazo, pero la practico.
La cortesía requería devolver la visita
Si te visitaban, estabas obligado a devolver la visita, “nadie puede excusarse de devolver una visita”; aunque eso dependía del rango del visitante ya que “a las personas de mérito superior” se les toleraba no cumplir con esta obligación (¡Ya estamos con las diferencias!).
Aunque la visita fuese inesperada, había que “devolverla sin excusa ni pretexto” de no hacerlo, el visitado inesperadamente manifestaba no conocer las reglas de la urbanidad. Tampoco quien hacía la vista parecía conocerlas mucho, la verdad sea dicha.
Visitas recíprocas de cumplido
Hacer una visita recíproca una vez al año parecía ser lo normal, pero había lo que la autora denomina “visitas de circunstancias”, aquellas que tenían un hecho que las motivaba. Este tipo de visitas podían clasificarse de la siguiente manera:
- Visita del día del santo (o primero de año).
- Visita de digestión: cuando te invitaban a comer y a los 3 o 4 días tenías que devolver la visita.
- Visitas de duelo: cuando había algún fallecimiento (jamás podía excusarse).
- Visitas para dar la enhorabuena: por suceso próspero o nacimiento (para dar la enhorabuena se cumplía dejando una tarjeta).
Sobre la duración de la visita: menos es más
La autora indica que sobre la duración “no puede haber regla fija; depende siempre de la amenidad y encanto que se preste a la conversación o de su falta de interés y la languidez con que se arrastre”. En todo caso, si no había mucha relación con la persona a la que se visitaba, la visita debería ser corta; vamos que se cumplía con la máxima de «menos es mas«.
Lo correcto eran diez o doce minutos que podían prolongarse “si los dueños de la casa instan reiteradamente para no marcharse”. Pero si los dueños no hacían ni el más mínimo ademán, lo mejor era salir por piernas a los quince minutos.
Aun así, para quienes no estaban pendientes de la hora, había indicadores, gestos de comunicación no verbal de los dueños de la casa, que diríamos ahora, que les decían a las visitas que ya estaban tardando en marcharse:
- Si los dueños de la casa estaban distraídos y tenían que hacer un esfuerzo para centrar la atención en lo que estaban escuchando.
- El silencio “durante algunos segundos después de que [las visitas] habían acabado de hablar”.
- Los movimientos impacientes en el asiento.
- “El agitar los dedos de la mano o hacer girar un pulgar alrededor del otro”.
- “Coger las tenazas de la chimenea para atizar el fuego que arde”.
Si los dueños de la casa hacían cualquiera de estos gestos, el visitante “no debe permanecer ni un minuto más en aquella casa, aun cuando sólo hubiera transcurrido otro desde que llegó”.
El arte de la oportunidad aplicado a las visitas
“Sed oportunos para llegar, para marcharos, para hablar, para callar, para todas las cosas de la vida” consejo de la autora que, aplicado a las visitas, tenía como resultado lo siguiente:
- “Saber retirarse a tiempo” la mejor visita es la más corta, “una visita larga acaba por aburrir y fatigar”. Como dice el refrán “una retirada a tiempo es una victoria”.
- Si el visitante se aburría había que dar la visita por terminada inmediatamente “pensad que, al mismo tiempo que vosotros, comienzan los demás a aburrirse”.
- Aprovechar el momento en que llegaba otra visita para despedirse cortésmente y salir por piernas. Eso sí, no sin antes saludar a los recién llegados.
- Si en el momento de llegar a la casa que se iba a visitar, el dueño se disponía a salir “ni aún a las más vivas instancias para permanecer, se debe acceder en caso semejante”, ya que “la urbanidad y cortesía del [dueño], no podría jamás compensar la torpeza de quien ha llegado en momento tan inoportuno [el visitante]”.
Quitarse de encima a visitantes pelmas
La autora se apiada de los dueños de la casa visitada y señala que “hay mil disculpas corteses a que recurrir para desembarazarse de las visitas que importunan o molestan”. Recurrir a excusas como “una comida a que se debe asistir o un pésame que dar” son totalmente aceptables en ese caso y el visitante pelmazo “no puede darse por ofendido [ya que] comprenderá que les despiden con exquisita cortesía”.
¿Y si no apetecía hacer una visita pero había que cumplir?
En este caso se suplía la visita con una tarjeta (eso sí, una tarjeta jamás podía eliminar de la agenda una vista de santo, digestión o duelo) esas había que hacerlas con presencia física. Sobre las tarjetas y su uso hace la autora una serie de comentarios:
- Una tarjeta “no debe contener otra cosa que el nombre de la persona y su domicilio” (salvo las de las señoras que sólo debían llevar el nombre). Prevenía a quienes añadían “la profesión o cargo” en las tarjetas, ya que más que tarjetas tenían el aspecto de prospectos y “ponían en ridículo a sus dueños”.
- No debían dejarse en el marco de los espejos, era mejor depositarlas en “en grandes tarjeteros o centros de mesa” en los que quienes se acercaban a la casa iban depositando sus tarjetas. La picaresca, o vanidad, de los dueños de la casa hacía que muchas veces se eligiesen las de los nombres de “más viso entre sus relaciones para colocarlas encima del montón, de modo que puedan leerse al primer golpe de vista”.
Hasta aquí los 8 consejos de Gimeno Blanquer para hacer visitas de cumplido a finales del XIX. Por mi parte reconozco que hace mucho que no hago una visita de cumplido. Recuerdo especialmente las de pésame, con toda aquella gente mayor vestida de luto, las cortinas echadas aunque era de día, el tic tac del reloj de pared y yo sentada al lado de mi madre, con los pies que no me llegaban al suelo, tiesa como una vela … Hoy sería incapaz de ir de visita. A los dos minutos estaría enviando todas las señales de comunicación no verbal, destinadas a los dueños de la casa, que he mencionado anteriormente. Me distraería con o sin mosca; me movería impaciente en el asiento y atizaría con las tenazas a todo lo que se moviera. No haría el tema de los dedos y los pulgares porque lo veo complicado y podría romperme un dedo, pero el resto ¡seguro!
Fuente del texto: “En el salón y en el tocador” (1899) de Concepción Gimeno de Flaquer, disponible en la Biblioteca Digital Hispánica.
Fuente de la imagen: «La visita inesperada» (circa 1879) Juan Laurent y Minier (autor de la obra original Luis Ferrant y Llausás). Museo Nacional del Prado.