A propósito del libro que hoy voy a comentar – La Casa de Lúculo, de Julio Camba (1925)- transcribo unas palabras del escritor Manuel Vicent, quien prologó una edición del mismo presentada en 2004: «Ninguna comida es indigesta, pesada y da acidez de estómago. Quienes dan acidez y resultan pesados e indigestos son ciertos comensales con los que uno, a veces, no tiene más remedio que compartir mesa«.
La edición que manejo, la segunda, publicada por Austral en 1943, llegó a mis manos desde un anaquel de la biblioteca de mi abuelo político, y aquí se ha quedado para siempre.
En este libro encontramos: técnicas culinarias, teorías sobre gastronomía, cocina española y sus platos más populares, alguna que otra muestra de la cocina internacional y varios ensayos sobre la gula. Su lectura es absolutamente recomendable, no solo porque está magníficamente escrito sino también porque es muy, muy divertido. La parte por la cual comento este libro está al final de todo, en las páginas 167 a 170, que es donde se incluyen las normas del perfecto invitado, todo un Tratado de Urbanidad y Buenas Maneras escrito con mucho humor y fina ironía y que les transcribo a continuación:
- Cuando aparezca en la mesa un plato notoriamente inferior a todos los otros, elógiese sin reservas. Indudablemente, ese plato es obra de la dueña de la casa.
- No se lleve usted, nunca, durante la comida, el cuchillo a la boca y reserve para mejor ocasión sus habilidades de tragasables.
- No diga usted jamás: «¡Qué sopa tan rica! Es la mejor sopa que he oído en mi vida», aludiendo de este modo facecioso al ruido con que la toma su vecino de mesa. Tampoco debe usted, en ningún caso, colaborar con el vecino y tomar parte en el concierto.
- En el restaurante tenga usted siempre un rasgo compensador. Lance generosamente un duro sobre la bandeja del guardarropa y no retire nunca más de cinco pesetas.
- Si la esposa del anfitrión le da a usted a elegir entre el muslo y la pechuga de un pollo, puede usted, según su confianza en la casa, interpretar el tema alegóricamente; pero guárdese muy bien de hacerle cumplidos a ninguna señora, derivándolos de una lengua de vaca, unas manos de ternera, unos pies de cerdo o una cabeza de jabalí. Todos cuantos lo han intentado fracasaron lamentablemente.
- No limpie usted nunca con la servilleta los platos ni los tenedores en un domicilio particular. Ese ejercicio, con el que algunos invitados pretenden demostrar sus hábitos de limpieza, suele producirles —ignoramos por qué— muy mal efecto a las dueñas de la casa.
- El agua del aguamanil, con su rajita flotante de limón, es para limpiarse los dedos. No vaya usted a confundirla con una taza de té a la rusa y se crea obligado a tomarla por cortesía.
- Cuide usted bien a su vecina de mesa, y si le falta pan y vino, pásele el vino o el pan de su vecino a quien no puede usted por menos que suponer un hombre galante.
- Cuando en el restaurante le pase a usted el anfitrión la lista de vinos con el designio evidente de que elija usted el más barato, elija usted el más caro. Así los anfitriones irán aprendiendo a elegir por sí mismos unos vinos pasables.
- No deje usted nunca de «sopear» por un falso concepto de la corrección. Lo incorrecto es devolver a la cocina, sin casi haberla probado, algunas de esas salsas preciosas que honran a una casa.
- Considere usted, sin embargo, que el barniz de los platos no forma nunca parte de las salsas, y renuncie a él.
- Tenga usted siempre un régimen alimenticio, un régimen contra la obesidad, contra la arteriosclerosis o contra cualquier otra cosa, y cuando le den a usted una mala comida, apóyese en el régimen. Es la mejor política.
- Cuando, en cambio, le ofrezcan a usted una comida excelente, mande el régimen a paseo. Lo mejor de cualquier régimen es el placer de quebrantarlo.
- No imite usted a aquel pundonoroso general que interrogado por una señorita sobre la cantidad de azúcar que necesitaba para su café y habiendo respondido que cuando el café era bueno, él lo tomaba siempre sin azúcar ninguna, probó un sorbito y añadió: —¿Sería usted tan amable que me echase unos seis o siete terrones.
- Si no sabe usted pelar las frutas de un modo elegante, agárrese a la teoría de las vitaminas y renuncie a pelarlas.
- Cuando quiera usted que vuelvan a invitarle en una casa por la abundancia de comida que haya encontrado en ella, diga usted para despedirse: —No se puede volver por aquí. Le atiborran ustedes a uno demasiado…
El Lúculo que da título al libro no es otro que Lucio Licinio Lúculo (118 aC-56 aC), político y militar de la República Romana que sirvió a las órdenes de Sila en las guerras Mitriádicas. Lúculo ha pasado a la Historia por ser el prototipo del lujo desmedido y extravagante (aunque fue un hombre de gran inteligencia y talento). sus comidas eran un derroche de riqueza, tanto en el servicio de mesa que desplegaban, como en la cantidad, exquisitez, delicadeza y rareza de los alimentos que se servían.
Hay un dicho ¿No sabías que Lúculo tenía hoy a cenar a Lúculo?, en el que se hace patente la idea de cuidar las formas tanto en la intimidad como en público. La buena educación tiene que observarse tanto dentro como fuera de nuestra casa.
Continuará
Cuadros de: Velázquez, Murillo, Steen, Tintoretto y De Troy
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Originalmente publicado en Protocolo con corsé
Buenísimo . Lo comparto.
¡Gracias!
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