«¿Pretendéis pintar pelucas postizas para parecer pistonudos personajes? Preguntad por Pepe Pérez Pellicer, peluquero perfumista«. Esta frase -repetida incesantemente en la niñez- vino a mi mente hace un par de semanas cuanto visité la exposición «Teje el cabello una historia» junto a un grupo de Amigos del Museo del Romanticismo. Acompañados por su comisaria, Carolina de Miguel, recorrimos esta muestra cuyo hilo argumental, o tal vez debería decir un «pelo» argumental es el cabello y su peinado (una forma de distinción social de primer orden).
No se puede hablar de peinado sin hablar de un profesional: el peluquero. Ser peluquero en el Romanticismo suponía trabajar en un sector en el que el paro no existía. Los conocimientos y habilidades de estos profesionales eran absolutamente necesarios en una época en la que se empieza a construir un concepto: el de imagen personal.
Peluquero a tus pelucas
El cuidado -que no la higiene- del cabello -propio o postizo- requería de las habilidades de un experto: el peluquero. Las pelucas –de las que hablaba Bárbara Rosillo en su post del miércoles pasado– requerían unas atenciones profesionales que no se podían dejar en manos de cualquiera. Limpiar, peinar y empolvar aquellos postizos era una tarea complicada que había que hacer muy bien, pues en juego estaba la imagen personal -y el poder- de quien la portaba.
El peluquero no solo peinaba, también diseñaba los intrincados arreglos que lucían las señoras, así como las estructuras que sujetaban postizos y adornos. Para realizar esa tarea debía tener conocimientos de dibujo e imagino que de geometría, además de habilidad manual.
Un toque de distinción en el cabello
El peinado era una muestra de distinción. Ir bien peinado en cada ocasión, momento del día y de acuerdo a la indumentaria que se vestía, era un lujo que no estaba al alcance de todos y una forma de señalar la clase a la que se pertenecía.
Aderezos, lazadas, plumas, guedejas, tufos, cocas, bandós, recogidos y palabras similares eran habituales en el lenguaje tanto del peluquero como de los cronistas que relataban los grandes eventos de la época. Las crónicas hacían una descripción minuciosa de la indumentaria, joyas y peinados que tanto aristócratas como señoras de la alta burguesía lucían en esas fiestas. A falta de la documentación gráfica a la que estamos acostumbrados hoy en día en las revistas del corazón, había que utilizar el lenguaje para explicar con todo lujo de detalle la realidad.
Un siglo da para mucho en lo que a moda respecta y en el peinado la última moda en arreglos capilares llegaba siempre de Francia. La prensa se empezó a especializar en moda y se copiaban diseños y figurines franceses, lo que contribuyó a la difusión de peinados y adornos que creaban tendencia entre las clases altas españolas.
¿Influencer o fashion victim?
De entre las obras que se exponen destaco una, el retrato de la infanta Luisa Carlota realizado por Florentino Craene y Naert, imagen destacada de este post. Esa acuarela da cuenta del artificio y la complejidad del peinado y de la labor del peluquero que lo diseñó y montó sobre tan aristocrática testa. El intrincado diseño -con rizos a ambos lados de la cara- incluye una diadema a dos alturas y varios grandes lazos de pelo rematados con un ave del paraíso. Podemos ver no solo las plumas, si no también la cabeza del ave. Se trataba de un pájaro disecado. Un aderezo muy llamativo y carísimo que contribuía a la artificiosidad del peinado.
Podemos imaginar el desafío que supuso hacer el peinado, aunque fuese con postizos. Una obra de arte de ese calibre requeriría algo más de la hora escasa que nos dan hoy en día en la peluquería para «lavar, cortar y peinar«. Esa es la obra de varios días de un peluquero con dedicación exclusiva.
Si duro fue el trabajo del profesional ya podemos imaginar lo que supuso para quien lo lucía. El dicho «para presumir, hay que sufrir» cobra sentido en este caso. Imagino a la infanta sentada sobre un sillón intentando dar una cabezada y alguien sujetándole la cabeza, porque ese no es un peinado de «me voy un rato a la cama que esta noche trasnocho«. Si era una tortura peinarse de esa forma, lucirlo no le iba a la zaga. Conseguir mantener la cabeza recta y el porte erguido con semejante obra de arquitectura efímera sobre la cabeza era para nota y no digamos ya bailar sin que aquello se descolocase (tortícolis me da con solo pensarlo).
Este tipo de peinados -que creaban tendencia- hacían de su portadora una influencer, al tiempo que le daba sentido literal a la expresión fashion victim. Y convertían al peluquero en un profesional indispensable para las damas de las clases más altas.
Esta es una pequeña muestra de lo que puedes ver en la exposición «Teje el cabello una historia» en el Museo del Romanticismo. Puede visitarse hasta el 12 de abril. ¡¡No te la pierdas protocolero!!
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