Hablamos hace una semana de la fiesta como diversión, y mencionábamos la unión como otra característica de la fiesta. Esta función de los festejos, la de la cohesión social de los participantes en la misma, se producía a pesar de que las jerarquías sociales de la época creaban fronteras que no se traspasaban ni en días de mayor licencia. Toda fiesta implicaba un sentimiento de unión, de conexión. Toda la ciudad participaba en la fiesta: nobles, clero, funcionarios, artesanos, menestrales, unos como actores y otros como espectadores.
La fiesta hacía olvidar la vida diaria que para sectores muy amplios de la población transcurría en la más sórdida miseria, magistralmente retratada en la novela picaresca. Hacía posible lo increíble y maravilloso, dejaba atrás las penalidades de la vida cotidiana, propiciaba la evasión que aliviaba de la presión de las estrecheces de los menos favorecidos.
Los responsables de la fiesta eran conscientes de que los sujetos a los que se dirigía eran meros espectadores de la misma y su tumultuoso comportamiento, su júbilo y alegría funcionaban como “una válvula de escape que de vez en cuando (…) se abría para así mantener el equilibrio y conexión entre las clases” (Bonet Correa, 1990), con el único fin de mantener la estabilidad del régimen.
La fiesta era un acto colectivo que mostraba la unión del pueblo con el monarca, y la humanización de este, cuando rompiendo barreras se acercaba al pueblo a participar en la fiesta. Era también un momento de unión afectiva y efectiva, de carácter emotivo que lograba la conciliación amistosa de todos los participantes en la misma:
Con la organización de estos festejos (…) se trata de distraer al pueblo de sus dificultades, de los reveses, de las pérdidas por las que se pasa. Por esta vía se le aturde y se le atrae, empujado (…) por un sentimiento de adhesión extrarracional, hacia los que pueden ordenar tanto esplendor o diversión gozosa. La fiesta, es un divertimento que aturde a los que mandan y a los que obedecen (…) y que a los de abajo les hace creer y a los de arriba les crea la ilusión de que aún queda riqueza y poder, de que el triunfo de la Monarquía y de la sociedad en que se basa no podrá ser arrebatado (Maravall, 1986).
La España del Antiguo Régimen “no reparaba en gastos para la fiesta, sabiendo que con ella institucionalizaba el equilibro de clases, logrando la ansiada paz social” (Bonet Correa, 1990).
Continuará
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