Un rey de la Casa de Austria se preparaba a lo largo de su vida para tener una buena muerte, aquella cuyo fin es la salvación, para ello estaban las técnicas del ars moriendi; incluso había realizado sus previsiones testamentarias relacionadas con el tratamiento de su cadáver, la mortaja que lo cubriría y las misas que deberían decirse en su memoria.
Ante la gravedad e inminencia de la muerte comenzaban a llegar a palacio las reliquias de todos los Santos de su devoción y a los que se reconocían cualidades milagrosas, traslados que se hacían desplegando un gran aparato ceremonial, acompañadas por cortejos de religiosos (Varela, 1990). Al mismo tiempo sus súbditos, en iglesias a lo largo y ancho del reino, comenzaban a rogar por su curación.
En la Cámara Real se administraban los sacramentos al rey moribundo: confesión, viático y extremaunción. La administración del viático podía ser pública o privada, el hacerlo de forma pública requería el despliegue de un complicado ceremonial y la formación de un cortejo.
Varela (1990) en su libro “La muerte del rey” describe –siguiendo a Rodríguez Monforte- el que tuvo lugar el 14 de septiembre de 1665 para Felipe IV a petición del propio monarca. El desfile salió de la Capilla Real a las 10.00 y lo componían: “primero el guion, que llevaba un ayuda de oratorio, con dos pajes de su Majestad a los lados con hachas, todos los músicos con su maestro, cantando el pange lingua en contrapunto, muchos títulos, y ministros de diferentes consejos con velas, tras ellos los presidentes y grandes (…) los confesores reales, en medio tres capellanes de honor con paletilla, manual e incensario, todos los demás pajes de la casa con hachas, seis capellanes de honor con las varas de palio –bajo el que iba el patriarca de Indias con el copón del Santísimo en las manos, el capellán y el limosnero mayor de pluvial blanco- y a los dos lados –del palio- el presidente de Castilla, y el vicecanciller de Aragón; tras el palio los mayordomos de la Casa de Su Majestad con velas”. Todo el recorrido cubierto por la guardia, que bajaba las armas al suelo al pasar el viático.
Una vez administrado el viático se formaba el cortejo para volver a la real capilla y el rey se quedaba solo -sin su familia- aunque rodeado de los oficiales de palacio, los grandes, los presidentes de los Consejos de Castilla y Aragón y los confesores y capellanes de honor.
Es el último acto de la vida terrenal del rey: ha protestado de su fe católica, ha recibido los sacramentos y la bendición del nuncio papal, está rodeado de las reliquias de los santos de su devoción, tiene un crucifijo en la mano y una vela en la otra.
En la representación de la muerte en obras de arte de la época se ve a menudo la vela encendida, el significado hay que buscarlo en la tradición cristiana, como símbolo de la luz de la fe. “Otras veces -tal y como señala Martínez Gil (2000)- la vela es la llama de la vida, que no se apaga con la muerte y continua ardiendo en la eternidad” y además “tener velas benditas de determinadas santas o santos proporcionaba indulgencias, gracias y perdones”. A menudo la vela aparece en el momento en el que se está agotando, esa fracción de segundo en el que más brilla.
El rey ha muerto, las campanas de todas las iglesias de la corte comienzan a tocar a clamores; los altos oficiales de la Corte van de la Cámara del rey muerto a la del rey vivo a quien llevan el testamento de su padre, una vez abierto y comprobadas las disposiciones, comienzan las tareas de acondicionamiento del Salón Dorado, espacio en el que tendrá lugar el siguiente acto protocolario, que les contaré la próxima semana.
FUENTE:
- MARTÍNEZ GIL, F. (2000): Muerte y sociedad en la España de los Austrias. Cuenca. Servicio de publicaciones de la Universidad de Castilla la Mancha
- VARELA, J. (1990): La muerte del rey. El ceremonial funerario de la monarquía española (1500-1885). Madrid. Turner
ILUSTRACIONES
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