La llegada a la plaza de las distintas autoridades con sus séquitos daba inicio a la fiesta, en último lugar llegaba el rey, con su despliegue de carrozas, caballos, guardia, y acompañamiento. En ese momento la expectación era máxima, y el comienzo del festejo inmediato. Como nos describe Campos Cañizares (2007): “En la plaza engalanada el desfile de carrozas, el atavío de las damas y de sus sirvientes, creaba un clima de boato que debía cautivar a todos los asistentes, en especial a la representación popular. Los momentos previos al festejo tenían que ser largos con la debida ocupación de sus asientos por la nobleza y las distintas autoridades (diplomacia, Casa Real, Consejo de Castilla, Ayuntamiento (…)”.
Antes de iniciar la lidia, y como una muestra más del espectáculo de poder estamental que allí tenía lugar, el caballero que iba a torear debía llevar a cabo una serie de saludos y cortesías tanto a los reyes como a los representantes del mundo aristocrático que formaban parte de la corte. Desde el punto de vista de sus iguales, esas cortesías eran uno de los elementos en los que se sostenía el prestigio del noble-lidiador. Estos saludos se hacían con un desfile, en el que el caballero iba acompañado de sus lacayos o criados ataviados con el mayor lujo posible, y de un gran número de caballos, también ricamente enjaezados, cuantos más de ambas especies le acompañasen mayor poderío social y económico demostraba: “Todo conformaba la imagen y la reputación de los concurrentes la gala de sus trajes y recámaras, las libreas de sus criados y deudos, la riqueza y calidad de sus monturas y carruajes, la exhibición de sus destrezas en las fiestas de toros, etc.”(García García, 2003)
Aunque no todo lo que relucía era oro y a veces, el noble que se exhibía y arriesgaba su vida en el espectáculo, también arriesgaba costosas monturas “prestadas” (¡Ay, la apariencia!), ya que, como hemos visto en párrafos anteriores, vivir en la corte era muy caro y no siempre se tenía dinero para atender los compromisos constantes que la vida en la misma originaba.
Deleito y Piñuela (1988) concluye señalando que la fiesta de los toros en este período: Siendo, sin duda más cruel entonces que hoy (como más cruel era la vida toda), tuvo rasgos de grandeza, fastuosidad y señorío: con sus linajudos lidiadores ecuestres y su ambiente caballeresco de torneo medieval, que lucieron en aquella corte brillante y gozadora, mostrando un esplendor jamás igualado.
De esta forma la nobleza y según Campos Cañizares proyectó su capacidad de «control sobre la sociedad, y conquistó un elevado grado de legitimación de su rango, por poseer enormes posibilidades de enviar un mensaje con una amplia gama de valores nobiliarios”.
Continuará
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