“Debe (el Príncipe), además de todo esto, entretener al pueblo, en las épocas convenientes, con fiestas y espectáculos” (Maquiavelo, El Príncipe)
Esta frase de Maquiavelo viene como anillo al dedo para esta serie de post que hoy comienza en la que se hablará de: #fiesta, #espectáculo, #ceremonial y #propaganda, eso sí, en la época de los austrias.
En el Siglo de Oro hubo dos formas de ocio muy populares: el teatro y los toros. En ellas participaban tanto la corte como el pueblo. Estas fiestas eran un espectáculo que hablaban de la majestad real y de la competencia por obtener el favor del monarca, y eran asimismo la demostración de poder, de mantenimiento de posiciones de prestigio, de control sobre la sociedad y ponían en marcha un cuidadoso protocolo relativo a la disposición de los cortesanos que formaban parte del público.
Toda fiesta cumple una triple función: en primer lugar la más básica y perceptible por todos, la diversión; la segunda función sería la cohesión social, la unión, de los participantes en la misma; y la tercera función, más sutil, requiere intencionalidad por parte de quien la organiza: la propaganda.
Veamos en este post la primera de las funciones de la fiesta, la diversión.
El honor y la honra, junto a la religiosidad eran los pilares básicos de la mentalidad de los españoles de la época, para gozar de los dos primeros había que huir del trabajo. El trabajo y los beneficios que él reportaba eran para la Europa protestante una bendición, y para los españoles una maldición, se trabajaba por necesidad de subsistencia. Todos aspiraban al modo de vida noble (ligada a actividades relacionadas con la propiedad de la tierra y el ejército, orgullosos de no realizar trabajo alguno) y ello suponía holganza, aunque la misma significase miseria (pensemos en el hidalgo de El Lazarillo); ese deseo de acceder a la hidalguía, de imitar la vida del noble no era solo por los privilegios, sino por la honra y distinción social, o lo que es lo mismo: la apariencia.
La aversión al trabajo, el carácter bullicioso y una sociedad impregnada por una religiosidad mal entendida (con conmemoraciones religiosas de todo orden, que se celebraban con todo tipo de festejos tanto religiosos como profanos), convirtió el ocio en el objetivo de todos, se trabajaba lo indispensable para sobrevivir y poder participar en las diversiones.
Deleito y Piñuela (1998) detalla todo lo que era ocasión de festejo y pretexto para no trabajar:
“Las efemérides consagradas por la realeza (natalicios, bautizos, bodas o entradas solemnes de personas de la real familia o de personajes extranjeros); la religión, con sus fiestas generales de Pascuas, Semana Santa y el Corpus; las locales, en honor de tal o cual Virgen o bienaventurado, y las fortuitas y de excepción, por canonizaciones, consagraciones dogmáticas o simplemente traslados de imágenes piadosas”
El esparcimiento llegaba a todas las clases sociales: nobles, plebeyos, eclesiásticos. El rey se divertía en fiestas de corte, en el Buen Retiro, en el teatro, en las fiestas caballerescas. La nobleza compartía con el soberano las fiestas palaciegas, el teatro cortesano, y las corridas de toros, en las que los nobles –y a veces el mismo rey- participaban activamente, desplegando conocimientos adquiridos en un pasado de guerras y conquista, ante un pueblo que era mero espectador. El pueblo con sus propias fiestas ruidosas, auténticas, en las que lo religioso era un fin para el esparcimiento profano, que observaba y admiraba el paso de los cortejos o el despliegue de riqueza de atuendos de la nobleza y sus cuadrillas en una fiesta de toros, orgulloso de pertenecer a la más poderosa monarquía del orbe.
Continuará ….
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