En el siglo XVII, cuando se producía el fallecimiento del soberano, había que comunicarlo a sus súbditos. Los que vivían en la ciudad capital de la monarquía se enteraban de forma inmediata, las campanas tañían a clamores –todas las campanas de todas las iglesias- lo que hacía imposible no percatarse de que un hecho luctuoso de gran envergadura se había producido. Además, esta noticia había que comunicarla a todos los habitantes de su reino, porque si había algo obligatorio tras la muerte del rey era guardar luto y celebrar las honras fúnebres en su memoria.
La gran dimensión del reino en aquella época hacía que se estuviesen celebrando exequias al año de fallecer el monarca, pero la comunicación era un hándicap entonces.
Estas honras fúnebres eran un segundo funeral que se llevaba a cabo en el templo más importante de la ciudad que las organizaba y que eran muy similares a la que se realizaba en Madrid: asistencia de las más importantes autoridades civiles y religiosas, construcción de un túmulo, vestir de luto, rogar por su alma, etc. La construcción de un túmulo era obligada y al ser una obra que exigía rapidez en su realización y esmero en la construcción era bastante cara, lo que llevó a muchos concejos a la ruina, pero cumplir había que cumplir. Recordemos que este despliegue ceremonial ponía de manifiesto vasallaje y clientelismo, fidelidad y sumisión, cuanto antes se hiciese y más aparatoso fuese, mejor.
¿Cómo se comunicaba la noticia? Soto Caba (1991), en su libro Catafalcos reales del Barroco español, un estudio de arquitectura efímera, detalla el procedimiento que se seguía en estos casos:
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