Encuentro en La Ilustración Española y Americana de 5 de agosto de 1870 un artículo: “Los Anuncios” que al leerlo –salvando las distancias temporales- me parece tan actual que he pensado que el periodista que lo firma –J. Selgas- podría escribir perfectamente sobre la publicidad con la que nos bombardean por todos los medios 150 años más tarde. Antaño como hogaño, los anuncios contaban muchas trolas –mentiras- con un objetivo: captar clientes. Las trolas que cuentan ahora son más sofisticadas, pero nos las tragamos de la misma manera: cerrando los ojos y abriendo la billetera.
El viernes pasado en #todoestáenloslibros recogíamos una cita de «La Busca» (1904) en la que Baroja, con mucha ironía, comentaba la exageración de los anuncios y el efecto de un eslogan en la competencia.
Con esa misma ironía reflexiona el autor del artículo de La Ilustración sobre los anuncios que aparecían en los periódicos de la época –en los que la exageración llevaba a anunciarse con frases como “regalado”, “le damos dinero”, “de balde”, “juventud eterna” – planteándose una serie de preguntas: “¿Cómo hay seres que andan desnudos y viven hambrientos? ¿Cómo hay quien padece enfermedades? ¿Cómo hay quien envejece? ¿Cómo hay quien se muere?”.
El periodista aclara que en su artículo no habla “de los anuncios racionales, por medio de los que el comercio formal y la industria verdadera esparcen las noticias necesarias para que se conozcan los objetos de su producción y de su tráfico” y no lo hace porque: “esos anuncios son pocos” y “nadie hace caso de ellos”.
Exageraciones publicitarias
Cómo se podía andar desnudo si telas, trajes y zapatos se ofrecían en liquidación y además con un 50% de descuento; de balde o indicando en el texto “se da dinero encima”. Si todo eso fuera verdad, concluye el autor: “preciso es haber perdido la vergüenza para andar desnudos”.
Cómo se podía pasar hambre si había quien admitía huéspedes en su pensión por 6 reales incluyendo desayuno y dos comidas o con la posibilidad de alimentarse con el “Of-meat, verdadero extracto de carne para reemplazar el puchero” [algo así como el caldo Starlux]. Ironiza el autor sobre un producto con el cual “las familias, los ejércitos y los pueblos [podrían] pasar perfectamente alimentados el desierto de la vida”.
Cómo se podía no tener salud con la gran oferta de productos destinados a curar de todos los males. Es en este apartado en el que la fina ironía del autor hace que 150 años más tarde nos riamos a carcajadas con sus comentarios. Productos contra toda clase de enfermedades “que lo mismo [valían] para un fregado que para un barrido” curando unos síntomas y los contrarios: gota, reúma, nervios, gastritis, anemia, agotamiento, inapetencia, languideces, toses ronqueras, etc. etc. etc.
Un producto en concreto es el blanco de sus dardos más afilados, ya que en el anuncio se “propone un plan para curarse en salud”, el producto se llamaba “Preservación personal” de La Mert (doctor inglés, indica el anuncio). Ese plan consistía en tomar las medicinas antes de tener síntomas, así “toman posesión de nuestro organismo antes de que las enfermedades nos acometan”. Toda persona sana es un enfermo en potencia y hay una medicina que lo puede curar, asegurando “una vida llena de vigor, una existencia espléndida y una posteridad robusta”.
Sin duda son los productos de belleza los que acaparaban las páginas de los periódicos: “Para conservar la juventud hay un diluvio de aguas que hacen nacer el cabello, que lo reintegran en su fuerza primitiva y en su color originario, y aguas a la vez que extirpan el bello, que convierten la piel en seda, los dientes en perlas, los labios en coral, las mejillas en raso; hay cremas, polvos, elixires y pastas al alcance de todas las fortunas y a propósito para todas las edades” Esto también nos suena ¿verdad?.
Recomendaciones para dar garantía al producto
Como en la actualidad, los anuncios incluían tanto el número de premios de instituciones internacionales obtenidos como comentarios con recomendaciones de quienes lo habían utilizado “celebridades más o menos sabias, […] cartas de enfermos desconocidos que aseguran bajo su palabra [estar] buenos y sanos”. Esto nos suena ¿verdad?
Un producto en concreto aparecía muy recomendado por la enferma número 58.614, “de los setenta mil enfermos que llevaba ya sacados del fondo mismo del sepulcro” en palabras del autor del artículo. Esta señora daba fe de que: “ha revivido, que puede ocuparse en toda clase de labores, hacer y recibir visitas y […] ha recobrado su posición social”. El producto se anunciaba como la “Flarina de la Salud”. Entre las propiedades que se le atribuían indicaba que curaba “sin ser medicina [ya que] no es un secreto de la química, ni un misterio de la farmacia”. El periodista indica que se trata de la “Revalenta arábiga” (harina de lentejas), “modesta como la verdadera virtud, y se esconde humildemente en las tiendas de ultramarinos, y el mundo ignoraría sus prodigiosas cualidades, si [el anunciante] no hubiera extendido su nombre desde Londres por toda la faz de la tierra”.
La mentira tras los anuncios
La reflexión del periodista sobre el tema de los anuncios que empezó con estas preguntas: “¿Cómo hay seres que andan desnudos y viven hambrientos? ¿Cómo hay quien padece enfermedades? ¿Cómo hay quien envejece? ¿Cómo hay quien se muere?” tiene ya su conclusión: “Yo supongo que cada uno de esos innumerables anuncios contiene una solemne mentira. Supongo que todos esos mercaderes que liquidan, liquidan en efecto al público, que los baratos son caros, que las gangas son para el que vende, que el dinero encima lo da siempre el que compra que [los anunciantes] son unos simples charlatanes. Supongo, en fin, que hasta la Revalenta arábiga no pasa de ser una pobre harina. Supongo que no hay aguas, ni polvos, ni elixires, ni pastas, ni cremas que puedan, como Josué, detener al sol en medio de su carrera. Pero en tal caso, confesemos que el mundo al llegar a la plenitud de su suficiencia ha caído en la más desconsoladora credulidad, que sería inexplicable sin la fuerza poderosa de los anuncios”.
Caemos en la trampa de los anuncios
Caemos en la trampa de los anuncios con gran facilidad, cerramos los ojos y nos metemos de cabeza, aunque como J. Selgas seamos conscientes de que el anuncio:
- “Es la gota de agua tenaz y continua que al fin y al cabo rompe la piedra: nadie puede decir de esta agua no beberé, si el agua se le presenta diariamente en la copa sin fondo de un anuncio”.
- “Es el punto del que parte todos los caminos que conducen al bolsillo. ¿Eres pobre? Pues lo obtendrás de balde. ¿Eres avaro? Se te dará dinero encima. ¿Estás enfermo? La salud te perseguirá por todas partes. ¿Envejeces? Aquí está la juventud”.
Tal vez seamos incrédulos, no nos creemos lo que anuncian, y conscientes de la trampa, pero ¿Quién no pica en ella?
Los anuncios, un género literario
Dice el periodista que como género de la literatura “gozan los anuncios de un singular privilegio pues, mientras al Arte se le pide lo verosímil, al Anuncio se le pide lo imposible. Y he ahí su secreto: no lo da, pero lo promete […] el carácter distintivo del Anuncio propiamente dicho, consiste en la extravagancia de la forma y en lo absurdo de la promesa […] cuanto más descarada es la mentira, más nos creemos obligados a creerla”.
Fuente: la mencionada en el texto.
Fuente de la imagen destacada: La Ilustración Española y Americana de 30 de enero de 1877, digitalizada en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España