Tanta comida, en forma de banquete, cena o reunión navideña, tanto mantel y tanta servilleta, toca lavar y planchar la ropa blanca. Afortunadamente contamos con lavadora –esa santa señora electrodoméstica- y ya no hay que ir ni al río o lavadero a lavar como las lavanderas del cuadro de Goya que es imagen destacada de esta entrada.
En la entrada de la semana pasada agasajábamos a nuestros invitados con un banquete y nos fijábamos en las tonalidades que adquirían sus rostros para finalizarlo. Pero la tarea del organizador no termina hasta que no se recoge el último utensilio utilizado en la celebración. Cuando montamos una mesa para banquete el objetivo es obsequiar a nuestros invitados y para ello desplegamos nuestros mejores manteles, servilletas, copas, vajilla y cubiertos. Todo este material debería estar en perfecto estado de revista: cristal, vajilla y cubiertos, relucientes; mantel y servilletas sin una mancha y perfectamente planchados. Cuando recogemos, una vez finalizado el banquete, por muy cuidadosos que hayamos sido, tanto nosotros como nuestros invitados, seguro que encontramos alguna mancha en el mantel ¿verdad? y qué les voy a decir de las servilletas. Máxime si tenemos a nuestra mesa mejillas sonrosadas y narices sonrojadas.
Mantel y servilletas, ¡qué guerra nos dan! Es un fastidio poner ese maravilloso mantel de hilo y retirarlo con manchas que, a veces, son difíciles de eliminar. Reconozco que me horripilan las servilletas de papel, por monas que sean, tanto como los vasos y cubiertos de plástico. Me declaro ferviente usuaria de manteles, caminos de mesa y servilletas de tela, a diario. A lo largo de mi vida me han regalado algunos, así que nada mejor que ponerlos en la mesa y recordar con cariño a quien los bordó y/o regaló. Como dice la autora que voy a citar en este texto: “nada más lastimoso que ver un armario lleno de vestidos de baile, mientras se carece de manteles (…) en la casa”. Doy fe de que no es mi caso.
¿Que luego hay que lavar y planchar? Lavadora y la secadora se encargan de la primera parte (aunque no siempre el hilo bordado se puede meter a la secadora) y una servidora ha descubierto recientemente que planchar es relajante y ayuda a ordenar ideas.
Pero no vamos a hablar de la vida moderna, este blog vive en el pasado, no porque fuera mejor, si no porque nos permite entender y valorar el presente. Nos vamos a ir a principios del siglo XX, a un tiempo en el que hacer la colada era una tarea ingente, como podrán leer a continuación. Tarea que desempeñaban tanto lavanderas externas (a quienes se entregaba la ropa una vez por semana), como las criadas de servicio en las casas pudientes.
Encuentro unas recomendaciones para lavar la ropa blanca en casa dos obras de Carmen de Burgos: Vademécum Femenino (1915) y La mujer en el hogar (1909). Para esta autora, si se contaba con posibles, era mejor lavar en casa y evitar el contagio que podía suponer el contacto con otras ropas si se enviaba a lavar fuera. La autora daba en ambos libros una serie de consejos para dejar la ropa impoluta (que lo mismo vienen bien si llega el gran apagón). Estos consejos los cita a modo de procedimiento (de haberlo hecho hoy seguro que lo solucionaba con una infografía). La colada se hacía semanalmente y las tareas que la rodeaban podían durar unos tres días.
Así lavaba, así, así
Para hacer la colada la ropa se clasificaba: por colores y por tipo de tejido. Un mantel iba con el resto de la ropa blanca y su lavado requería seguir estos pasos:
Primero se ponía a remojo. Esta tarea consistía en enjabonar la ropa “restregándola con abundante jabón bueno y si es posible con [pasta de] barrilla1 (…) y se deja toda la noche para que ablande”.
A la mañana siguiente se aclaraba la ropa que estaba a remojo operación que consistía en lavar la ropa con agua abundante para limpiarla bien, lo cual requería frotar y frotar (como decía el anuncio), pero cuidado porque “muchas personas retuercen, restriegan y apalean brutalmente la ropa, que se resiente, como es natural de semejante trato. Debe restregarse bien, pero sin exceso, poniéndole varias veces jabón (“echándole varios ojos de jabón”, dicen las lavanderas en su lenguaje técnico), hasta que quede limpia y blanca”.
Una vez se había frotado y aclarado se pasaba a la colada propiamente dicha, que según la autora “es operación fundamental y de gran importancia en la higiene, pues mata toda clase de microbios”. Para hacer esta operación la ropa se introducía “en una vasija de barro, como una tinaja, con un agujero en el fondo, en capas apretadas”. Una vez apilada la ropa que se iba a lavar dentro de la vasija, se cubría “con una tela de algodón fuerte que se llama cernedero, y sobre ella se coloca una capa de ceniza (la mejor es de carbón vegetal, que se guarda de las hornillas de casa. Como se ve, en la buena economía no se desperdicia nada). Estas cenizas suministran la lejía de carbonato de potasa”. A este reciclaje hoy le llamaríamos economía circular y la lección de química para conseguir el hipoclorito de sodio –NaClo- no la aprendí yo con el Quimicefa, ni en las clases de Química de 2º BUP.
A continuación se vertía sobre la ceniza el agua hirviendo “a una temperatura que no deberá bajar de 800 (…) [que va] penetrando poco a poco en las ropas y disolviendo las substancias extrañas que le resten”. El agua sobrante salía por el agujero del fondo de la vasija “y se recoge en una cuba, para calentarla de nuevo y volverla a verter sobre las cenizas, repitiendo esta operación varias veces”. Antes de verter la pócima por última vez, había que cerrar el agujero de la vasija para que retuviera el agua y así poder dejar la ropa en remojo con la lejía de 12 a 20 horas. A estas alturas de procedimiento imagino que las manchas habrían desaparecido como por ensalmo.
A la persona o personas que realizaban estas tareas recomendaba la autora “tener cuidado (…) de librar sus ojos del humo de la lejía y no respirar el humo que despide, así como de que no le caiga sobre las manos, por lo que al sacar la ropa de [la vasija] lo hará con un palo agarrador a propósito”.
Realizada esta operación la ropa volvía a la pila, “donde vuelve a restregarse con un buen ojo de jabón y aclararla en agua clara, de modo que esta ya no se enturbie y se tenga la seguridad de que las telas no llevan el menor residuo, no ya de suciedad, sino de lejías y jabones”.
Tras el aclarado la ropa “(…) se retuerce y estruja bien para quitarle el agua y poderla tender. En esta operación se tendrá cuidado (…) porque un retorcimiento demasiado fuerte las hace sufrir y las deteriora”.
Para finalizar la colada, la ropa “se tiende al sol o en sitio donde pueda secarse” ¿Y si no había sol? “si esto no fuese posible, se dejarán por lo menos veinticuatro horas, día y noche a la intemperie”. Cuando la ropa estaba a medio secar había que estirarla con las manos y se volvía a tender hasta que la humedad desaparecía de la tela.
Así planchaba, así, así
Para finalizar había que planchar, lo que la autora describe como “operación higiénica, porque el calor de la plancha destruye los microbios que hayan podido quedar en los tejidos”. Se me ocurre que siguiendo el procedimiento anterior al pie de la letra, lo raro era que quedasen ya no solo microbios, si no tejidos para planchar.
El planchado también tenía su procedimiento:
Probar la temperatura de la plancha “sobre un pedazo de tela húmeda antes de ponerla sobre la prenda que se trata de planchar”.
Humedecer el tejido “con agua clara (…) si [está] bordado en relieve se plancha por el revés” indicación que ha de seguirse también si el tejido fuese adamascado; el resto de telas se plancha por el derecho.
El sentido del planchado irá “del centro a las orillas”. Reconozco que yo lo hago justo al revés.
Lavado y planchado –si se hacía en casa- eran tareas del personal de servicio, por lo que no es de extrañar que el libro incluya una receta de pomada para las grietas de las manos de las lavanderas. El ungüento se preparaba con 1 onza de mucílago2 de semilla de membrillo; 4 onzas de agua de azahar y 1 onza de glicerina. Una vez elaborada se extendía por las manos sobre las que se espolvoreaba almidón.
A modo de conclusión
Dura vida la de aquellas mujeres, porque eran ellas las que lo hacían, que tenían que lavar la ropa propia y la de otros. Leyendo a Carmen de Burgos para preparar esta entrada, he sido consciente del duro y peligroso trabajo de las lavanderas. Aunque lavo ropa a mano, no tiene punto de comparación. Afortunadamente vivimos en una época en la que los electrodomésticos que hacen todas estas tareas están al alcance de la mayoría de la población y los productos para lavar y limpiar a fondo las manchas, también, así que lavar un mantel y unas servilletas para que estén limpias en el siguiente banquete, comida formal en casa, o invitación a amigos, no es una tarea difícil. Una de las ventajas del progreso.
1 Barrilla o escarcha (Mesembryanthemum crystallinum “La escarcha o barrilla es una planta que se distribuye en terrenos abiertos nitrofilizados, muchas veces salitrosos, como salinas, saladares, salobrales, o marismas. Crecen espontáneamente en las zonas costeras de las islas Canarias, encontrándose hasta una altitud de 300 metros […] En España el cultivo de la barrilla se inició por el litoral levantino y La Mancha en la segunda mitad del siglo XVIII, y se extendió rápidamente por aquellos lugares de clima seco y poco fértiles para otros usos agrícolas. Se utilizó para la obtención de sosa cáustica, para fabricar jabones, tintes y particularmente, para la fabricación de cristal de calidad” Fuente: www.fuerteventuraenimagenes.com
2 Mucílago: “sustancia viscosa, de mayor o menos transparencia, que se halla en ciertas partes de algunos vegetales, o se prepara disolviendo agua en materias gomosas”. Diccionario de la Lengua (RAE).
Fuente de la imagen destacada: Las lavanderas, Francisco de Goya. Museo Nacional del Prado.
Fuente del texto: las mencionadas, disponibles en la Biblioteca Digital Hispánica.
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