Ser español, mayor de sesenta años, feligrés de una parroquia de Madrid, no padecer enfermedad contagiosa, y ser pobre de solemnidad, eran las circunstancias que debían concurrir en quienes solicitaban ser agraciados en el Lavatorio y Comida de Jueves Santo que tenía lugar en el Palacio Real de Madrid. Señalo dos palabras: solicitaban y agraciados. La primera palabra hace referencia a que había que presentar una solicitud, una instancia dirigida a S.M. el Rey, que debería ir acompañada de la cédula de vecindad y el sello de la parroquia. Lo de agraciados viene a colación porque asistir al lavatorio era resultado de un sorteo que se celebraba el domingo de Ramos, a las 11.00 de la mañana en la Real Cámara.
Han llegado las instancias con los datos de los solicitantes, se han elaborado dos listas (hombres y mujeres), se ha numerado a los pobres, se preparan dos bolsas con tantas bolas numeradas como pobres aparecen en la lista y se va a proceder al sorteo por insaculación (bonita palabra que no utilizaba desde mis tiempos de estudiante de Derecho Procesal). La extracción de las bolas corre a cargo de un miembro de la Familia Real, y además de los titulares (13 hombres y 12 mujeres) se extrae una bola más para los suplentes, con la buena suerte que si no actúa este año de suplente, será el primero en la lista al año siguiente (la suerte dura un año).
Como resultado del sorteo se expedía a los agraciados una credencial como esta:
La lista de los agraciados era comunicada a la Inspección General de Palacio por quien se daba aviso al Médico de Cámara para que los pobres pasasen el reconocimiento médico preceptivo. Este reconocimiento médico tenía lugar el Lunes de Pasión; si como resultado del reconocimiento médico el pobre no podía asistir a la ceremonia del jueves, el suplente ocupaba su puesto.
Una vez se pasaba el reconocimiento médico, se daba aviso al Sastre de Palacio, quien tenía la obligación de presentar a los pobres: limpios y vestidos con ropa nueva. Limpios, porque los mozos que asistían al Farmacéutico de Cámara lavaban la pierna derecha de cada pobre –desde la rodilla al pie- y se la perfumaban con esencia de flores (porque luego el rey o la reina les tendrían que lavar el pié y besárselo y un choque con la cruda realidad podría ser poco beneficioso para sus augustas narices), y vestidos de la siguiente manera:
A la ceremonia, que tenía lugar a las 13.30 en el Salón de Columnas de Palacio, asistían: el Cuerpo Diplomático, los Ministros de la Corona, los Grandes de España y el público a quien se permitía la entrada previa exhibición de un permiso especial como este:
Para los invitados se construían dos tribunas especiales en los muros a ambos lados del Salón (como podemos ver en el grabado del Sr. Comba), y en el frente se situaba el altar. A la derecha del altar se ubicaban las tribunas de las altas instituciones antes mencionadas, y a la izquierda una gran tribuna para el público. Los pobres a los que se iba a lavar los pies estaban situados: al lado del Evangelio los hombres y al de la Epístola las mujeres. El Salón se decoraba con alfombras y tapices de la Real Fábrica.
Una vez todos estaban en sus puestos la comitiva real accedía al Salón de Columnas y comenzaba la ceremonia del lavatorio de los pies. La que podemos ver en el grabado del Sr. Comba es la que tuvo lugar el 25 de marzo de 1880 (hace 130 años), publicado en La Ilustración Española el 15 de abril de ese mismo año y en el que se recoge el momento en el que S.M. el Rey D. Alfonso XII arrodillado ante los pobres, está lavando a uno de ellos, con el agua de una jofaina que sostiene el Nuncio de Su Santidad, y secándolos con la toalla que le entrega el Patriarca de Indias.
Pero la ceremonia requería el seguimiento de un protocolo muy específico que comenzaba cuando asistentes y comitiva se encontraban en el Salón de Columnas y el Diácono, previa incensación del libro de los Evangelios comenzaba a cantar el mismo. Cuando pronunciaba las palabras deponit vestimenta sua, el Rey entregaba sombrero, bastón, guantes y espada al Sumiller de Corps. Al pronunciar precinxit se, el Procapellán y el Sumiller le ceñían con la toalla que el Procapellán había presentado en una bandeja de plata. Y cuando las palabras pronunciadas eran: coepit lavare, el rey se hincaba de rodillas ante el pobre y asistido por el Procapellán que sostenía el aguamanil y el Nuncio, que sostenía la jofaina, procedía a lavar el pie derecho del pobre (que recordemos estaba convenientemente limpio y perfumado) y besarlo. Cada pobre estaba asistido por un Gentilhombre, Grande de España, vestido de gala, que era el encargado de ponerle media y zapato y acompañarlo al sitio que debía ocupar en la mesa para participar en la comida que tenía lugar a continuación.
Una vez el rey había lavado el pie a todos los hombres pobres y la reina lo mismo con las mujeres, el Diácono daba a besar el Evangelio a SS.MM., tras lo cual el guión y el clero de la Real Capilla se retiraban y daba comienzo la comida (de la que les hablaré la semana que viene).
La primera vez que leí sobre esta ceremonia me vino a la memoria El Concierto de San Ovidio de Buero Vallejo y los ciegos disfrazados siendo parte de un espectáculo. Esto me parece lo mismo, un espectáculo al que asistían, como espectadores, los que comían todos los días, los que no pasaban frío ni calamidades, y en el que actuaban, convenientemente disfrazados, aquellos cuya vida no era tan sencilla. Disfrazado de acto piadoso, no dejaba de ser un espectáculo.
La próxima semana continúa el espectáculo.
- Javier Moreno Luzón: «Alfonso XIII, un político en el trono«
- La Ilustración Española y Americana de 15 de abril de 1880
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