Comienza el año 1903 el rey de España -Alfonso XIII- tenía 16 años y ya empezaba a haber cierta inquietud por la sucesión y su paso previo, el matrimonio. Para ello era necesario buscarle novia. El 22 de enero de ese año mi semanario favorito, la Ilustración Española y Americana, publicaba un artículo firmado por Juan Pérez de Guzmán –Las núbiles del almanaque Gotha– en el que se hacía un inventario (palabra utilizada por el autor) de las princesas casaderas.
El autor mencionado hace un repaso al muestrario (prefiero esta palabra a la de inventario) de princesas de las casas reales de Europa, incluyendo su fotografía. No está en el ánimo de Pérez de Guzmán el meter prisa al rey, simplemente quiere mostrar (de ahí lo de muestrario) a estas jóvenes candidatas «a compartir en un día, que ya no ha de estar muy lejano, el tálamo también augusto de nuestro joven rey, Don Alfonso XIII«. No se habla de compartir la vida, el futuro, etc., etc., solo el lecho.
Estas eran las candidatas, su edad era aproximada a la del rey:
La Ilustración, en un afán de neutralidad destaca que en la elección de las candidatas «no ha hecho distinción ni de categorías de Estados, ni de religiones«, ya que los primeros que no hacían esta distinción eran los propios príncipes, y así se veía a «príncipes de casas reales reinantes en potencias de primer orden, aceptar soberanías de Estados subalternos» y viceversa.
Si el tema de la categoría de los Estados no planteaba grandes problemas, si lo hacía el religioso, que como destaca el autor del artículo: «En materia de religión, la tendencia universal en las aproximaciones familiares entre los individuos de las casas reinantes es la de transigir hasta donde lo permitan las convicciones y circunstancias, para salvar un valladar que ha sido origen, en los tres últimos siglos, de grandes inconvenientes políticos y de muchos problemas sangrientos«. Siendo los menos transigentes -en palabras del mencionado autor- los estados católicos. No oculta el autor su preferencia por opciones más transigentes y, aunque no pretende «sentar doctrina o normas de conducta«, si que argumenta a favor de su postura al señalar que «en esto, como en todo, el mundo y las ideas mandan siempre adelante«.
El autor no menciona los criterios de elección de las princesas que nos muestra, pero si los utilizados para descartar a las que no están ahí:
- Princesas cuyas familias han dejado de poseer estados soberanos propios.
- Princesas, ya en Europa o en otras partes del mundo, que profesan religiones antitéticas del cristianismo en todas sus confesiones.
Respecto a las que si estaban en el muestrario hay que destacar que la casa reinante que incluía más princesas era la de Austria – Hungría, cuatro, todas ellas católicas. Dos princesas alemanas, una católica y otra evangélica (la del ducado de Anhalt); una británica, Victoria Patricia, y otra de Montenegro, Vera Nicolatevna, completaban el elenco.
A estas alturas todos sabemos quién fue la elegida y cómo acabó la historia, pero llaman la atención estas palabras de Pérez de Guzmán a propósito de casarse entre familiares directos y la conveniencia de «salir de los moldes de los últimos siglos, pues las imposiciones del tiempo, tal vez aconsejan […] que por nuestros tálamos reales circule nueva sangre que engendre nuevos cerebros«.
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